Estamos a mitad del viaje; el día
permanece gris pero dejó de llover. A través de la ventanilla puedo ver las
montañas y las praderas cultivadas que intercaladas con pequeñas y prolijas comunidades logran un
equilibrio de paz y sosiego.
Metz, en el noreste francés nos
deslumbró y cautivó. Desde el arribo a su gran
Estación se aprecia la diversidad de vegetación, y llegar fue como
mimetizarse con la propia naturaleza, libre de carencias.
En la tranquilidad del Río Mosella
se lucían elegantes y hermosos cisnes; el viento por su parte hacía caer las
hojas y alfombraba la tierra de mil colores. Nos sentimos viviendo una
experiencia única e inolvidable.
Se destacan las calles
pintorescas y floridas, peatonales en algunos casos con una amplia oferta
comercial. Llaman la atención los ómnibus articulados y adornados
artísticamente, como así también las clásicas y tradicionales boulangeries.
No obstante, lo más sobresaliente
es el espíritu del lugar que nos cautivó de inmediato, la gente tranquila y
amable demostraban integrarse a una verdadera comunidad que se traduce además
en la limpieza y el orden de cada espacio.
En la planificación de los
recorridos, Metz ocupó sólo un día de permanencia y así lo hicimos aunque
reconocemos que hubiese merecido mayor tiempo para disfrutar la ciudad que es
mucho lo que contiene y ofrece al visitante.
(Caminante tomate tu tiempo sino el tiempo te tomara.)