El viaje continuaba
con uno de los lugares más esperados: Venecia. Es sorprendente la construcción de más de cien
islas en medio de una ciénaga; y más
sorprendente aún es que no se trata de edificios bajos y de materiales
livianos. Son todos de tres y cuatro plantas y sus muros son de piedra,
aberturas de gruesa madera y rejas de
hierro macizo, en muchos casos corroídas por la sal.
Ni hablar de las iglesias, que las hay en
cantidad y son enormes. Es cierto que las paredes se agrietan y se
desplazan, y que hay bombas de desagote que deben funcionar todo el tiempo para
que la ciudad no colapse pero ahí está, ese derroche de palacios desafiando a
la naturaleza e imponiéndose por siglos.
La Piazza
San Marco donde año tras año se realiza el famoso carnaval, es muy grande y en
su entorno conserva viejos cafés que sobreviven al pie de edificios en los que
funcionan principalmente estudios y oficinas.
Obviamente
lo más imponente es la Basílica de San Marco, recargada de ornamentos en
paredes y columnas, frescos, imágenes, y un piso decorado con mosaicos de
diferentes formas y colores que al caminarlo nos recuerda el mar por sus
marcadas ondulaciones, producto del desgaste pero esencialmente por la acción
del agua; de hecho la Piazza es la primera en sufrir los efectos de la marea
alta.
Es
tradicional el paseo en góndola; están muy bien acondicionadas y adornadas y
algunas además del clásico gondolieri con pantalón negro, remera rayada,
pañuelo al cuello y sombrero, incluyen un cantante que te garantiza no pasar
desapercibido.
Tambien están
los traghetto que no se usan con fines
turísticos y que cruzan gente de una orilla a otra de los canales evitando
tener que dar una vuelta mayor caminando.
Venecia es
alucinante y misteriosa. Recorrimos cada calle, cada puente, cada pequeño
pasaje, y el asombro nos acompañaba siempre; la admiración y la sorpresa se
hicieron habituales y coincidimos en que es un destino donde quisiéramos
volver.